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ISSN 1989-4163

NUMERO 87 - NOVIEMBRE 2017

Fidencio el Moscardón

Edgard Cardoza

Fidencio, el moscardón, entró por la ventana abierta de la cocina, se posó en la cortina percudida, y observó por unos dos o tres segundos a la señora Morgan.

   Su naturaleza hiperactiva no le concedió más tiempo sobre la superficie de la tela y marchó más que pronto a ronronear –sello de la familia- alrededor de la cara rechoncha de la señora Morgan.

   Ansiosa, la mujer movió arrebatadamente sus manos en pos del bicho alado, mas lo único que logró fue enardecerlo: el moscardón se le paró en la frente y tremoló aún más fuerte como en actitud de burla. La obesa dama sacudió repetidamente la cabeza, ya exasperada.

   ‘Animal del demonio’ expelió con su voz gutural la señora Morgan.

   El rebote del ronco zumbido en el gong de las orejas de la fémina actuaban como un masaje placentero sobre el ser moscuno de Fidencio. ‘La música de la mosca’, pensó, si es que las moscas piensan. Pero seguramente debió de haber sido algo muy similar al acto de reflexión de los humanos. ‘¿Será cierto aquello de que las primeras moscas llegaron de Moscú?’, también pensó.

   Cuando el insecto se retiró un poco de su cara, la mujeruca agarró un trapo de cocina, con intenciones letales, y a punto estuvo de alcanzarlo. El moscardón se replegó hacia la pared oeste de la cocina, temeroso, ahora sí, de que un nuevo embate de la gorda acabara definitivamente con su latosa existencia.

   Fue aquella sensación de peligro inminente la que lo hizo volar apurado hasta la habitación ubicada en el otro extremo de la casa. ‘Casi, casi. Por un pelito de mosca’, caviló irónico.

   Entendió, pues, que no debía retar más a su suerte, y olvidándose de aquella señorona con nulo sentido del humor, comenzó a trazar círculos repetidos y zumbones alrededor de la sugestiva lámpara de noche (de pantalla translúcida con rebordes gris perla) que por motivos desconocidos se encontraba aún encendida a esas horas del día, igual que el foco principal de la misma habitación.

   Fidencio el moscardón, se detuvo curioso sobre la pantalla de la lámpara de noche. Hurgó en su interior nimbado, cálido, placenteramente rugoso. De pronto divisó en el otro extremo del artilugio (sobre el perfil exterior de la pantalla) algo así como otro insecto de idénticas características a las suyas, pero superior en tamaño, ejecutando exactamente sus mismos movimientos.

   ‘Y esta moscarda de dónde a apareció?, pensó. Por extrañas y alimañescas razones que no tiene caso indagar, Fidencio le acababa de endilgar, sin más, la categoría de hembra a su misteriosa y reciente compañera de lámpara. ‘Debo ser cauto, amable, formal, tal y como corresponde a mi educación de moscardón de zahúrda’, reflexionó. ‘Pero sobre todo no debo demostrar el interés de macho alfa que me corroe’.

   -¿Quién eres bella damisela? ¿Por qué imitas mis movimientos cómo si te burlaras? Expresó en tono claro, conciso, modulado. No obtuvo respuesta alguna.

   -¿Contéstame, por favor. Sólo quiero ser tu amigo. No me enoja que me imites, es más: me halaga que lo hagas’,apuntó en voz más alta.La respuesta tampoco llegó.

   ‘Debo acercarme. Es probable que no me escuche’, pensó.

   Fidencio el moscardón, allanó el brevísimo trayecto hasta posarse en el otro extremo de la lámpara, muy cerca de donde se suponía debiera estar su “varona del cuento”. Digo se suponía, y debiera, porque la destinataria de su fallido diálogo ya no se percibía en el mismo lugar. Es más, ya no se veía por ningún lado.

   -‘Mosquita, moscardita, amiga insecta, no te espantes, sólo quiero ser tu amigo’, exclamaba inútilmente.

   Y aparece, ahora sí, ENOJADA, la señora Morgan:

   -‘¿Quién fregaos deja tanto foco encendido cómo si la luz la regalaran?’, gritaba fúrica.

   CLICK / CLICK. La señora Morgan apagó, entre improperios que no tiene caso repetir los dos focos encendidos de aquella habitación.

   Era el pleno día, recordemos. Pero Fidencio sintió que todas las sombras posibles lo invadían: había perdido, así, en un click (bueno, en dos), la compañera que precisaba para surcar su breve vida.

   Nunca supo, Fidencio el moscardón, que lo único que había perdido aquel aciago día, era su sombra.

 


Fidencio el moscardón

 

 

 

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